El Norte de Castilla
Real Valladolid

a banda cambiada

Estado de euforia

De pequeño, solía escuchar entre el desasosiego y el misterio, casi como el que se enfrenta a la magia negra de Lord Voldemort, que existía una fecha maldita en el calendario futbolístico en la que el Real Valladolid no solía ganar, de manera que en aquel partido se podía dar por bueno el empate, independientemente de que el rival que estuviera delante fuera tanto un grande como un recién ascendido. Era la denominaba ‘maldición del partido de ferias’ la que impedía que el equipo puntuase en aquel encuentro que se disputaba en el periodo en el que Valladolid celebra sus fiestas patronales.

Sin embargo, y desde que tengo uso de razón futbolera, no recuerdo más de dos o tres derrotas en ese partido perverso, como si de aquel tiempo a esta parte el Pucela jugara con ristras de ajos anudadas al cuello, crucifijos y balas de plata. Como si ese día concreto fuera el padre Karras quien dirigiera al equipo desde el banquillo.

Hasta tal punto se ha tornado el partido de ferias en un encuentro de gloria que la última semana el equipo ganó consecutivamente los tres encuentros que disputó en esos días festivos. Tres victorias que han servido para borrar de un plumazo negros nubarrones, dudas y el pesimismo que comenzaba a asomar entre parte de la prensa y la afición y que han provocado poco menos que se declare un estado de euforia, quizá desmedida a estas alturas de la temporada, que hace que la mayor parte de los aficionados se sientan en estos momentos los reyes del mundo, como si del protagonista de Titanic en la proa de aquel trasatlántico se trataran.

Sin duda, es preferible esta situación de alegría que la del pesimismo reinante hace quince días, y tan habitual tantas veces, melancólico y gris como una mañana de invierno en la meseta. El fútbol debe disfrutarse con optimismo entre los aficionados, y que sean los profesionales los que se aíslen de estériles triunfalismos y mantengan los pies en el suelo conscientes de que la meta final solo se alcanza si se huye del debilitante halago y se disputa cada partido como si fuera una final. Y mientras, el seguidor, que siga teniendo motivos para acudir cada lunes a sus quehaceres con una sonrisa pensando que, tal que si se tratase de su propio hijo, su equipo de fútbol sigue siendo el más guapo, el más listo y el más alto.