El Norte de Castilla
Real Valladolid

a banda cambiada

Juego, suerte y árbitro

Al acabar el partido del sábado pasado un gran número de periodistas y aficionados mostraron su descontento con el juego y su preocupación con el futuro del equipo pues, pensaban, el Real Valladolid había estado jugando a la ruleta rusa con el Racing de Santander, y en donde otras veces había salido cruz, esta vez fue cara. A la consabida crítica hacia Omar –que con su cartel de sospechoso habitual es el causante de toda circunstancia negativa que pueda rodear al equipo, independientemente de que juegue bien o esté menos afortunado– se le unieron esta vez todo tipo de expresiones referidas al mal juego desplegado, la suerte y la ayuda arbitral. Como si la Liga, la Federación o el comité correspondiente debieran haber entrado de oficio para impugnar el partido y anular su resultado, con pérdida de puntos y apercibimiento de expulsión de la competición, por no ser digna esa manera de ganar para un club como el Real Valladolid. Por el tono de decepción que se percibía, cualquiera habría pensado que el equipo no solo había perdido el encuentro sino que, además, sus jugadores habían acudido a la macrofiesta de cumpleaños de Cristiano Ronaldo.

Reconozco que en estas situaciones me cuesta discernir la crítica necesaria del criterio esnob del que está eternamente insatisfecho. De repente se exige que, en determinados campos, el equipo despliegue un juego tan vistoso y artístico que se pudiera disfrutar en un museo en vez de en un estadio de fútbol, olvidando muchas veces que el Real Valladolid está disputando una competición de deporte profesional donde todo, absolutamente, gira alrededor de conseguir una victoria.

No se trata de escudarse ni en el resultado ni en la mediocridad ajena, que han igualado la parte de arriba de la clasificación de una manera que no se recordaba; ni siquiera de sentirse satisfecho, olvidando la obligación de mejora como único remedio que evita empeorar. Se trata de conocer la dureza de la competición, y de ser conscientes de que la única manera de lograr el objetivo es ganando la mayoría de los partidos, en casa y fuera, jugando bien o dibujando en cada partido un gesto tan feo, áspero y duro que serviría para encender un fósforo con solo frotarlo sobre la barbilla. Al final, del juego, la suerte y el árbitro solo se acordarán los que no puedan acordarse del ascenso.