El Norte de Castilla
Real Valladolid

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Del silbato al brazalete (I)

Camilo Segoviano, flanqueado por Tejerina (izda.) y Balsa Ron.
Camilo Segoviano, flanqueado por Tejerina (izda.) y Balsa Ron.
  • la línea divisoria

Eran tiempos duros aquellos de 1931 en el campo castellano y mas concretamente en el término vallisoletano de Ciguñuela. Por ello, el matrimonio formado por Ricardo Segoviano y Adela Francisco optan por enviar con su abuelo paterno, don Patricio Segoviano, el veterinario de La Pedraja, a su hijo Camilo, uno de los nueve descendientes, cuando este apenas llega al año de vida.

Allí, y durante los primeros catorce, pasara su infancia, hasta que con 15 años, y ya en Valladolid, entra en la Fábrica Nacional de Armas. Casi sin solución de continuidad, ingresa en Renfe como aprendiz. Eran los tiempos de estudio en la Escuela Industrial, a fin de obtener una mayor capacitación. Y de ella le captan los ingenieros de Fasa Renault para su ingreso en la empresa automovilística. Su vida en nuestra ciudad comienza a desarrollarse entre la Rubia, la Farola y la Calle Peral, antiguo Callejón de los Tramposos, por ser el lugar donde se ejecutaban las maniobras de escamoteo al temido ‘fielato’ en las épocas de la posguerra.

Al chaval no le atraía la práctica del fútbol pues, según propia confesión, «no tenía condiciones para el juego», algo que define la clarividencia y madurez de su personalidad desde sus tiempos mas jóvenes. Sin embargo, el mundo del arbitraje comienza a llamarle la atención «por ser algo para lo que pensaba que sí me encontraba capacitado».

Así pues, Camilo Segoviano Francisco (Ciguñuela, 18-07-1931), nuestro personaje, accede al mundo del fútbol como árbitro de vocación tardía, pues lo hace a los 26, allá por el año 1957, para terminar su periplo en 1964. Si bien como árbitro no pasó de la categoría regional, lo cierto es que como juez de línea ejerció en la Primera División del fútbol español como auxiliar de Barrenechea padre, uno de los mejores, si no el mejor, de los árbitros vallisoletanos. Junto a él, Blanco Pérez, otro gran árbitro de entonces, le parecen los mejores o al menos los ejemplos dentro de un mundo tan complicado y, a veces, poco grato.

En su libro ‘El fútbol que vimos nacer’, de mi amigo Antonio Muñoz Roig, Camilo lo deja palpablemente claro: «Para poder ser árbitro no se necesita tener una madera especial, sino una buena preparación y mucho aguante psicológico, pues muchos conocían la teoría, pero no sabían capear los difíciles ambientes, insultos y hasta agresiones».

En ese tiempo comienza a desarrollar sus dotes innatas de gestor como colaborador en las tareas de la Secretaría del Colegio Oeste de Árbitros, con Luis Martín Martín como presidente. Tres años después, es decir en 1967, accede a la presidencia de dicho organismo, hasta que en 1980 cesa en su labor presidencial.

En esas trece temporadas su máximo orgullo ha sido conseguir un local digno para cada delegación provincial. En este sentido, aún recuerda con nostalgia aquel local de la calle Alcalleres, donde estaba la antigua Federación Oeste de Fútbol y en la cual los árbitros no disponían de una ubicación digna. «Las designaciones de los partidos se notificaban en el pasillo, por eso me enorgullece haber dotado de un local nuevo, donde las comodidades eran otras muy distintas».

Haber pasado del viejo edificio del callejón de la Plaza Mayor al nuevo de Francisco Suárez, pasando por el de Alcalleres, ha sido sin duda la mayor satisfacción de su mandato. Algo que fue compartido con la apertura de nuevos locales en León, Palencia y Salamanca. De esta última relata: «La oficina era el reservado de un bar, y allí acudían los árbitros para reunirse». Y todo ello con dinero generado por los propios árbitros, como reconoce con orgullo.

A mí, sin duda alguna, lo que me parece es que la dignidad arbitral había dado con Camilo Segoviano un paso al frente decisivo. De aquella época recuerda su gran amistad, siempre correspondida al máximo nivel, con Pepe Plaza el presidente de los árbitros españoles y una verdadera institución en un mundo tan difícil. Cuando el miércoles, mientras compartíamos un café por el paseo de Zorrilla, le pregunté el porqué de las dificultades e incomprensiones de este ‘oficio’, me miró con esa serenidad que siempre transmite, y sin pestañear me respondió: «Mira, Javier: si quieres tener enemigos, hazte árbitro. Y, créeme, el desconocimiento de las reglas de juego por una gran parte de los espectadores es lo que genera esa pasión, a veces incontrolada».

Metidos ya en harina, y a propósito de la foto que ilustra este texto, le pregunté por Tejerina y Balsa Ron, y sin levantar un ápice la voz la respuesta fue concluyente: «Eran de lo mejor de su época y un orgullo para el Colegio. Luego, y a mi modo de ver, se quedaron un punto por debajo de lo que pudieron haber sido, sobre todo Balsa, porque tenían unas condiciones excepcionales».

Terminado en 1980 su mandato al frente del Colegio, mantiene su estatus como miembro y representante en la región Oeste del Comité Nacional de Árbitros; siempre fue hombre de confianza de Plaza, como reconoce con orgullo, y a tal efecto en 1982 recibe de manera oficial en Valladolid a los colegiados internacionales que van a pitar los partidos entre las selecciones que aquí se disputaron.

Recuerda con nostalgia cómo en aquellas fechas anteriores a su entrada en el Real Valladolid actuaba como «informador nacional» inspeccionando las actuaciones de los colegiados, fundamentalmente en el norte de la Península. «De Coruña a San Sebastián, me recorrí todos los estadios siguiendo e informando de las actuaciones arbitrales».

La segunda parte de esta historia se estaba gestando dentro del seno del Real Valladolid. Pero esa es motivo del próximo artículo.