real valladolid
El castellano es pesimista. Creo. Es fruto de la historia de esta tierra en cuyo camino ha empleado demasiado esfuerzo para lo minúsculo que ha sido el resultado. Como si su carácter hubiera sido forjado a golpe de cicatriz que recuerda lo que tuvo y lo que fue, lo que perdió y lo que dejó de ser. Sin duda, Adán y Eva fueron expulsados a Castilla para ganarse el pan con el sudor de su frente. Así, la alegría y el optimismo aparecen agazapados en lo más profundo de la cueva de los sentimientos. Huidizos, timoratos, sabedores de que si aparecen su presencia será efímera e interpretada como el preludio de un nuevo golpe.
El Real Valladolid se muestra tan fiel a esos orígenes que si los políticos de la región abandonaran algunos complejos hacia esta ciudad, podría ser utilizado como elemento vertebrador de la comunidad autónoma pues es el equipo que más se parece a su gente. El sábado pasado, el Pucela se autoinvitó a su partido de homenaje a toda una trayectoria, a toda una vida. Quiso ser leal a todo cuanto se espera de un conjunto con ese ADN. Trabajador, sufrido y desafortunado a partes iguales. Abandonado por la suerte, porque ese es un lujo reservado para otros equipos de otras estirpes. Se demostró a sí mismo cómo se tienen que hacer las cosas para ganar mientras los aficionados vivían a caballo entre la esperanza de la remontada y la experiencia, tan sabia, que anunciaba el gol que terminaría por liquidar, de la manera más tonta y más habitual, el partido a favor de los visitantes.
No, al Real Valladolid nunca le han regalado nada. La cuenta de pérdidas y ganancias, esa que siempre se equilibra cuando quien se posa sobre los platos de la balanza es la diosa Fortuna, sale a devolver. Por eso sorprende que, todavía, el equipo sufra desconexiones durante lapsos de tiempo, apagones que –algunos de ellos– se recordarían nueve meses después por ser el origen de un ‘baby boom’. Cuando la victoria o la derrota caminan por un filo tan cortante como el de una copa rota, sobrecoge observar que el equipo tire al traste semana tras semana, mes tras mes, temporada tras temporada, independientemente de la plantilla o el cuerpo técnico, todo el trabajo por no cuidar aquellos detalles que Luis Aragonés bautizó en su día con la expresión «saber competir».
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