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Rubén Alcaraz abraza a Sergi Guradiola tras el gol del segundo de ellos ante el Eibar. Ramón Gómez
El abrazo de gol del Real Valladolid

El abrazo de gol del Real Valladolid

El autor del texto analiza una de las imágenes más emotivas que dejó la victoria del Real Valladolid en Ipurua

Juan Ángel Méndez

Miércoles, 20 de marzo 2019, 21:13

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De todas las imágenes que dejó el partido del pasado domingo, suficientes como para completar un álbum de fotos con el que presumir delante de las visitas, me quedo con la de ese niño celebrando al cielo el gol de Guardiola y después agarrándose a su padre que lo sostenía en brazos. La carrera del delantero, el toque sutil para definir delante del portero -que recordó aquellos pases a la red que ejecutaba Romario cuando se mostraba infalible, de hielo, delante del arquero-, el abrazo cómplice de Sergio González con Rubén Alcaraz o la piña que hicieron los jugadores en el córner para celebrar la remontada, quizá merecían que les dedicara unas líneas pues todo ello puede significar un cambio de tendencia, unos brotes verdes en el caminar del Real Valladolid hacia el objetivo de la permanencia.

Sin embargo, aquella fotografía significa mucho más que las que dejó el plano deportivo. Fue como retroceder en el tiempo, como verse reflejado en el espejo de la historia, cuando, sin tanta información, sin tanta publicidad, sin tanto bombardeo mediático, la devoción por un club de fútbol se transmitía, como si se tratara de la carga genética, de padres a hijos. Sentimiento a flor de piel, afición en estado puro. Sin necesidad de títulos o grandes fichajes que justifiquen una pasión. Sin hacer uso de artificios políticos que anudan la ideología y el deporte en una suerte de unidad de destino. Todo es tan sencillo como solo un niño lo puede imaginar. Es su equipo porque también es el de su papá. Y es el de su papá, porque también es el de su abuelo.

El Real Valladolid de Ronaldo, el que pelea en desventaja económica con todos sus rivales, el del milagroso ascenso, el que ha alcanzado una repercusión internacional que hasta hace un puñado de meses solo estaba al alcance de unos pocos clubes, sigue teniendo en su gente el mayor de los tesoros. Esa que sin importar nada más que las rayas de la camiseta y las llamas del escudo transmiten el ADN blanquivioleta de generación en generación. En Eibar, el de Fernando y el pequeño Miguel fue un abrazo hecho del mismo material del que se fabrican las ilusiones. El que sella para siempre la unión entre un niño y su equipo de fútbol.

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